Hace ya
bastantes años que pongo el despertador para que suene mucho antes de lo
necesario. Me visto despacio, tomo lo que cualquier nutricionista calificaría
de desayuno lleno de carencias y salgo de casa con la perra cuando aún el alba
no es ni siquiera una promesa. Me gusta estrenar las calles cada día, notar que
están frescas, crujientes, recién hechas. Esa sensación de virginidad, de casi
absoluta soledad le hace a uno sentirse poderoso por tener el privilegio de vivir
momentos que el sueño arrebata a los demás. Saboreo cada paso con deleite,
pausadamente. No tengo prisa por romper el hechizo que el final de la noche
teje para mí antes de que el amanecer descosa el momento.
A veces
imagino que soy el único superviviente de la raza humana, una especie de Will
Smith en “Soy Leyenda” pero a la española, o lo que es lo mismo, más pálido,
más enclenque y con muchos menos medios. Raro es el día en el que me cruzo con
algún otro transeúnte que sale de casa apresuradamente y, cuando eso ocurre, estoy
convencido de que es un muerto viviente empujado a abandonar su oscura guarida
desesperado por encontrar algo que llevarse a la boca, sea sangre fresca o un
ascenso tras muchos trienios de madrugones con el objeto de ser el primero en
llegar a la oficina. Muchos de estos zombies madrugadores acarrean maletines
con ruedas donde descansan portátiles no-muertos que se encenderán más tarde
para desposeer aún más de vida a los que tienen enfrente. Los solitarios
caminantes, vestidos con elegantísimos trajes de marca impecables por fuera
pero raídos en su esencia, me miran con recelo, notan que no soy uno de los
suyos. Ellos pueden oler a kilómetros que soy un impostor. Cuando están a mi
altura me miran de reojo y muestran los colmillos instintivamente. Casi siempre
tengo que sujetar a la perra para que no se lance a morderlos en mi defensa o
para que ellos no le muerdan a ella y luego me devoren en un sangriento festín
con aspiraciones de desayuno continental.
Todas las
mañanas tras cerrar la puerta de casa, ya de regreso, me invade una sensación
de victoria, de misión cumplida. Un día más con vida, un nueva vuelta al
campamento base después de la incursión tras las líneas enemigas. En la ducha
intento frotar fuerte la piel para despegar las escamas con las que me han
impregnado las torvas miradas de los muertos vivientes que se dirigían a la
estación de metro o que esperaban bajo la marquesina del autobús. Apenas
dispongo de unos minutos para vestirme y salir a la calle casi a la carrera.
Acelero el paso cuidando de que el maletín del portátil no se atasque en cualquiera
de los baches que florecen en las aceras y si me cruzo con alguien que camina despreocupadamente
y sin prisa intento oler su sangre de impostor. Casi en todas las ocasiones
muestro los colmillos y me moriría por hincarle el diente.